El nombre
Los nombres desde siempre han tenido una especial importancia para la comunicación y el entendimiento humano, dado que han desempeñado el papel de aquellos elementos mediante los cuales se daba a conocer la mostración de personas, animales y objetos. El nombre se convirtió rápidamente en un medio por el cual se pone de manifiesto una persona o cosa. Si esto tiene importancia para el mundo animal y vegetal, cuánto más para el hombre, en el cual el carácter personal es más marcado, y sus características peculiares aparecen en diversos hombres de modo diferente e irrepetible. El nombre y el acto de dar el nombre no se han desarrollado separadamente de la vida y los avatares históricos de los pueblos. A través de los nombres podemos seguir el rumbo histórico de una entera nación. A menudo los nombres ejercen sobre nosotros atractivo y poder, pero también repulsión. Esto ocurre porque las personas que llevan estos nombres se conectan con buenos recuerdos del pasado, en el primer caso, y con experiencias y situaciones negativas, en el segundo. A menudo los nombres son distintivos de la religión de la persona que los lleva y se conectan con las convicciones filosóficas y sociales de los hombres.
El nombre en los gentiles
Los griegos se distinguieron mas que ningún otro pueblo por la riqueza de los nombres propios. La alegría y el orgullo de los griegos era su nombre propio, nunca su profesión o su título. La ausencia de nombres o del acto de dar el nombre por parte de algún pueblo se consideraba desde siempre ausencia de civilización. Contrariamente a lo que ocurría en los pueblos prehistóricos, en los pueblos civilizados los hombres llevan nombres propios, que reciben en un acto en que se les otorga. Entre los antiguos griegos el nombre era dado al bebé bien al nacer, bien al octavo día de su nacimiento.
El nombre en el Antiguo Testamento
En el antiguo Testamento vemos que el hombre, como la más perfecta de la criaturas, desde el primer momento tiene su nombre propio, que manifiesta su individualidad y su carácter único, y por medio de él se distingue de las demás personas que se hallan con él. El Creador llama al primer hombre ADÁN por su nombre, mientras que éste da nombre a los animales y a su mujer.
Los judíos daban el nombre al bebé inmediatamente después de nacer, mientras que más tarde lo hacían al octavo día de su nacimiento. Precisamente, el hecho de dar el nombre al octavo día se conectó con la circuncisión. Este acto era practicado en la Antigüedad por los egipcios y los etíopes. De ellos lo tomaron los hebreos. La circuncisión es una práctica religiosa ordenada por el propio Dios, para que fuera señal visible de todo el que pertenece a Dios, así como de la alianza establecida por Dios con Abraham. La conexión de la circuncisión judía con el acto de dar el nombre muestra tal vez la enorme relevancia que los judíos atribuían al nombre y su importancia para la vida del hombre.
El nombre en la doctrina cristiana
La importancia del nombre humano fue asumida también por el cristianismo, que la puso de realce y elevó, al liberarla de las asfixiantes ataduras espacio-temporales del mundo presente, situándola en la dimensión ultraterrena.
¿Cuándo se da el nombre?
El nombre, según la norma de la Iglesia Ortodoxa, se da el octavo día a partir del nacimiento del bebé. ¿Por qué? En la revelación bíblica el número "siete" es el símbolo del mundo creado por Dios "todo bueno", del mundo que ha sido corrompido por el pecado y entregado a la muerte. El séptimo es el día en el que el Creador descansó y lo bendijo, es el día que expresa la alegría y el regocijo del hombre por la creación como comunión con Dios. Pero este día es un descanso del trabajo, no su auténtico fin. Es el día de la aspiración, de la esperanza del mundo y del hombre en la redención, en el día que está más allá del "siete", más allá de la permanente repetición del tiempo. Esta situación sin salida vino a abolir el nuevo día inaugurado por Cristo con Su Resurrección. A partir de "el único de los sábados" comenzó un nuevo tiempo, que aunque exteriormente permanece dentro del tiempo antiguo de este mundo y sigue midiéndose en base al número "siete", el creyente siente que es nuevo. El "ocho" se convierte ya en símbolo de este nuevo tiempo.
¿Por qué se da el nombre al octavo día?
La Iglesia, al colocar el acto de dar el nombre al octavo día, quiere hacer al recién nacido participar y comulgar de esta nueva realidad, e indicarle el rumbo dinámico de la vida humana reconocida, cuya meta es el Reino de los Cielos. Vemos aquí que la Iglesia considera al niño recién nacido una persona ya íntegra, lo trata con la misma atención con la que trata a toda persona. El nombre del hombre le da identidad como persona y certifica su unicidad. Por ello se preocupa de darle nombre. No considera al bebé simplemente un hombre, general e indefinidamente, ni como portador de una naturaleza abstracta e impersonal. Es realmente impresionante el hecho de que mucho antes de que se les reconocieran a los niños los derechos humanos, incluso antes de que se fundaran las organizaciones internacionales para la protección de la infancia, la Iglesia, aplicando desde hace siglos su filantrópica, por más que ignorada, práctica para con todos los hombres con la bendición del acto de dar el nombre, confesara la unicidad del niño en concreto y reconociera el don divino de su personalidad.
La bendición del acto de dar el nombre
La Bendición recibe este nombre porque con la bendición que la Iglesia concede al niño, ocho días después de su nacimiento, lo llama por primera vez por su nombre propio. Esto ocurre no porque sea la primera vez que la Iglesia lo bendiga -pues esto ya ha tenido lugar el primer día-, sino porque las bendiciones del primer día están dirigidas principalmente a la madre, y al niño en segundo lugar. Éste será el nombre que llevará durante toda su vida y con este nombre entrará por fin en el esperado Reino de Dios, prefiguración del cual es este día en que lo recibe.
Lo que hace esta bendición es señalar el objetivo del hombre, que es su unión con Dios. Por ello no olvida expresar la solicitud de su acceso a la Iglesia y su culminación por medio de los santos Sacramentos de Cristo. Sólo como miembro de la Iglesia, que llegará a ser mediante el Bautismo, el niño superará la ruptura del pecado. De este modo se hace evidente que la bendición del acto de dar el nombre apunta a los Sacramentos del Bautismo y de la Crismación (Confirmación) y a la participación del hombre en la Santa Eucaristía.
El Oficio del nombre
La bendición se incluye en el marco del Oficio del nombre, que se celebra en el templo o en la casa. El niño es recibido por el sacerdote no en el Templo, sino en el pórtico. Allí tiene lugar el Oficio. El origen de esta disposición puede buscarse en la práctica de la antigua Iglesia, según la cual las ceremonias prebautismales tenían lugar no en el templo principal sino en el patio del baptisterio. Tras la lectura de la bendición del acto de dar el nombre que hemos examinado, el sacerdote bendice la boca, la frente y el corazón del niño. Esto se hace no sólo para bendecir esas partes del cuerpo en concreto, sino especialmente sus correspondientes funciones: la de la palabra (boca), la intelectual (frente) y la vivificadora (corazón). De este modo el niño, como entidad psicosomática conjunta, es literalmente entregado a Cristo. Esta es la razón por la cual a continuación se canta el apolytikio (canto religioso) de la fiesta de la Purificación "Salve, Llena de Gracia, Virgen Madre de Dios...".
Hoy, a menudo, y por diversos motivos, como la ignorancia o por no decidir los padres a tiempo el nombre que se dará al niño, u otras razones prácticas, el acto de dar el nombre se ha conectado con la Ceremonia del Bautismo.
¿Por qué celebramos las fiestas?
El hombre creado a imagen de Dios está por su naturaleza destinado a celebrar las fiestas, a recordar a Dios. San Gregorio el Teólogo dice expresivamente "capital de la fiesta es el recuerdo de Dios". De este modo la fiesta cristiana no es una situación teórica, abstracta e irresponsable. Por el contrario, constituye el realmente agotador camino del hombre de vuelta a Dios, al Arquetipo no creado del cual procede. Por ello la fiesta cristiana, como vivencia de alegría y regocijo, no puede entenderse fuera de la glorificación de las obras de Dios y la experiencia de la gloria divina, fuera de la nueva realidad creada en el mundo por los hechos de la Economía Divina, de la Encarnación del Verbo, de la Cruz, de la Pasión y de la Resurrección de Cristo. Hechos que dieron un nuevo sentido al tiempo, al espacio, al hombre, al mundo, a la propia vida.
El contenido de la fiesta cristiana dentro de la Iglesia
El hombre celebra porque celebra Cristo. San Juan Damasceno dice que "Cristo ha instituido las fiestas para nosotros". El contenido de la fiesta es la alegría del hombre. La alegría de la salvación. Una experiencia vivida dentro del Cuerpo de Cristo, la Iglesia, que es caracterizada por los Padres como "Iglesia (=reunión) de los que celebran de modo digno del Espíritu". Una experiencia que adquiere dimensiones eternas, se convierte en "copia de la alegría de arriba", ya que Cristo, Iglesia y vida ultraterrena, es decir, el Reino de Dios, son inseparables. Dios no es honrado ya en determinados grandes acontecimientos, sino que es punto de referencia y recuerdo para el hombre a cada momento, a cada hora, cada día, cada fiesta. El tiempo en la vida eclesiástica es el marco en el que se desarrolla la revelación, se realiza la salvación del hombre y cobra valor mediante el misterio de la Humanización del Hijo y Verbo de Dios. El hombre puede ya superar la barrera del tiempo y vivir lo eterno y verdadero. Podemos todos hacer de nuestra vida una Pascua continua. Las fiestas repartidas a lo largo del año eclesiástico constituyen precisamente centros que organizan el tiempo en una nueva dimensión. La Pascua, la Navidad, la Asunción, la fiesta de los Santos Apóstoles, las memorias diarias de Mártires y Santos, el ciclo semanal y anual de los Oficios, las demás fiestas, con las vigilias y sus oficios, dan al tiempo una nueva dirección y dimensión. La fiesta, pues, es la propia existencia de la Iglesia, donde la Resurrección sigue activándose como realidad histórica y sitúa sacramentalmente al creyente en el mundo de la vida divina. Es la sensación ontológica del octavo día, el hecho universal, por excelencia, de la Iglesia.
La dimensión eucarística de la fiesta
La Transfiguración del tiempo, la renovación del mundo, la alegría que da Cristo al hombre, pero también la imitación de la vida de Cristo, la nueva vida exigida por la fiesta cristiana, se viven por medio de la Iglesia, la Eucaristía y la vida sacramental. La Iglesia, dice San Nicolás Cavasilas, "es significada por los sacramentos", es decir, vive en los Sacramentos. Esto significa que las fiestas y las ceremonias de la Iglesia emanan del único misterio de Cristo.
En la Santa Eucaristía, dentro de la Santa Misa, la fiesta por excelencia, está presente toda la Iglesia. Cristo está presente revelando al hombre la verdad de Dios. Los santos están también presentes en la Santa Eucaristía. La Santa Misa se ofrece también "a favor de los que reposaron en la fe, los ancestros, los padres, patriarcas, profetas, apóstoles... mártires, confesores... y especialmente de la bendita Inmaculada Virgen". Pero no como súplica nuestra a Dios por los santos, sino como acción de gracias. La Santa Eucaristía no se ofrece como agradecimiento al santo por el triunfo conseguido, sino que se ofrece porque los fieles se regocijan y esperan en su intercesión durante su fiesta. Por ello, cuando celebramos vamos a la Iglesia. Celebrar significa ir a la Iglesia, participar en la Santa Eucaristía, comulgar del Cuerpo y la Sangre de Cristo, comulgar con Dios. Celebrar significa no estar solo, sino con Dios y mis hermanos.
¿Por qué honramos a los santos?
Honramos a los santos no como héroes religiosos, porque ello sería idolatría, sino como ejemplos vivos de la vivencia de la renovación en Cristo del hombre, como "luces teúrgicas", como verdaderos amigos de Dios, como copartícipes de la pasión y la gloria de Cristo, pero también como guías de los fieles "a toda la verdad en el Espíritu Santo".
Los iconos de nuestros Santos
La prosternación reverencial ante los Santos emana del hecho de que fueron ellos mismos honrados por Dios. Los iconos de los Santos testimonian este honor que les fue rendido por Dios, y de este modo nos incitan a nosotros a la imitación y a una fe semejante. San Basilio el Grande dice que "la reverencia de los iconos pasa al modelo". El honor que rendimos al icono, pasa a la persona representada y, finalmente, se remite a Dios.
"Siguiendo la doctrina, dictada por Dios, de nuestros Santos Padres y la tradición de la iglesia católica, pues la reconocemos como doctrina del Espíritu Santo que en ella habita, determinamos con toda exactitud y unanimidad que se pongan junto a la santa y vivificante Cruz también los venerables y sagrados iconos, elaborados con colores y teselas o cualquier otro material adecuado, en los sagrados templos de Dios, en los enseres y hábitos eclesiásticos, en las paredes y en las tablas, en las casas y en las calles, a saber, las imágenes del Señor y Dios y Salvador nuestro Jesucristo, de nuestra Inmaculada Señora, la Santa Madre de Dios, de los santos ángeles y de todos los santos y hombres venerables".
(VII Concilio Ecuménico)
Bibliografía
Georgios Ch. Chrysostomos, El acto de dar el nombre, ed. Pournará, Salónica 1991
S. Demoiros, La forma de otorgar nombre al hombre entre los antiguos griegos y los griegos cristianos, Atenas 1976.
K. Montzouranis, Los principales nombres de los griegos y las griegas con su breve historia y su etimología y valor simbólico, Atenas 1951.